Teresa afirma que hay muchas maneras a través de las cuales Dios, por pura gracia suya, se hace cercano a la persona: en una situación de aflicción o en una contrariedad grave, para que se sienta unificada y en paz o para experimentar el gozo del amor mutuo.

Al final de las sextas moradas, Teresa nos va a regalar un capítulo genial. El Esposo va a aportar un nuevo regalo a la esposa: los deseos insatisfechos de poseerle. La fuerza del amor va a purificar cualquier resabio de egoísmo que pudiera empañar el amor hondo, sereno, inquebrantable del matrimonio.

Ante tantos detalles de Dios, la persona no acaba de sentirse reconfortada y pacíficamente anclada en Él. Al contrario, como va conociendo más y más la grandeza del amor de Dios, le crece igualmente el deseo de poseerle. Y experimenta el tormento de la ausencia. Aumenta el amor y el conocimiento de Dios, pero al mismo tiempo aumenta también la pena de no poder gozar de tan sumo bien.

No obstante, el alma considera que esta pena tan radical no deja de ser otra delicadeza más de Dios. Este deseo abisal de Dios, que comporta el desconsuelo de la lejanía, se convierte, sin embargo, en una de sus deferencias más exquisitas. Es el anhelo de totalidad que inunda la pequeñez del ser humano que ha avanzado en el conocimiento y amor de Dios (6M 11,6-9).

  • Los efectos de esta experiencia de Dios, amarga y sabrosa al mismo tiempo, son inestimables. Consolidan la fidelidad afrontando con valentía cuantas dificultades se le cruzan en el camino, aportan un desapego extremo de los bienes de este mundo y una entrañable y madura libertad de todas las criaturas.
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